Día a día observo cómo pierdo la característica fundamental que me hace pertenecer al género humano. Dentro de mi propio grupo vital abundan las injusticias y mendigamos cariño, un abrazo, un beso, una palabra de aprobación, una caricia, algo que nos haga sentir que no estamos solos, que siempre hay un camino de regreso. Somos capaces (aunque solemos negarlo) de enamorarnos a diario tanto de esa sonrisa, como de los tres segundos previos al saludo de “buenos días” que hace que nuestros corazones den un vuelco. Somos teatro. Somos tragedia cuando te vas y tu figura se confunde y se difumina entre sombras. Soy la heroína que se enfrenta al cruel destino de verte marchar y que cree en la acción de Zeus que hará que vuelvas a casa después de cada huída.
Personalmente, me incluyo en el primer grupo de personas, los que somos capaces de entregar nuestro corazón en bandeja de plata con un cuchillo al lado e, ilusos de nosotros, esperamos que no lo tiren o lo apuñalen.
“Puedes pegarme, insultarme, torturarme, abandonarme, hacerlo todo mal. Pero créeme, si algún día alguien hace lo mismo contigo, yo seré el primero en defenderte”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario