Belicismo sentimental

Nunca te dije que no sé dibujar,
tú no pedías que te pintara.

Me confesé adicta
a
todos
tus
lunares
mientras recorrías mi espalda.


Vislumbré la sal de tus ojos,
y el escozor de tus heridas.

No fui limón,
tampoco tirita;
ni me lancé
ni pude estar quieta.

Simplemente miré
cómo tus pupilas suspiraban,
y tus uñas deseaban mi espalda
como yo deseaba tu cuello.

Me atreví.

Y, sin mover un músculo,
supliqué que tus palabras
no fueran las únicas que me calaran:
que fueras tú.
Que me escalaras.
Que entraras en mí.
Que echaras el ancla aleatoriamente.
Que no te fueras sin despedirte.
Que,
si no era mucho pedir,
me dieras la oportunidad de convencerte
para que no lo hicieras.

Nunca te dije que no sé escribir,
tú no pedías que te cantara.

Tus manos errantes,
pero siempre certeras,
erizaban
cada
uno
de
los
poros
de mi cuerpo.

Y no pude más que sucumbir
a la tiranía de tu boca,
al sabor de tu mirada.
A las noches en vela,
por una vez,
sin insomnio.

Nunca te dije que no sé dormir,
tú no pedías que te soñara.

Desde que me dejé embaucar
(y embarcar)
en el velero de tu sonrisa,
el Atlántico no es más
que
un
puto
charco.
Y el Pacífico me ha pedido
que no aparezcas,
que le tiene aprecio a su nombre.

Nunca te dije que no sé hablar,
tú, pedías que te gritara.