sábado, 14 de diciembre de 2013

Llueve

Me duelen tus labios al decir  “adiós” y que no vaya seguido de un apelativo cariñoso, de esos que hacen que me enamore de tu sonrisa día a día. Me duele despertar y ver que no estás, que mi pecho una vez más no fue tu almohada, me duele saber que quizás será que no estás a mi lado y que tendré que acostumbrarme a esta mala costumbre que la vida ha tomado de continuar mi existencia sin preguntarme qué opino al respecto.

Me duele, en definitiva, y por egoísta que parezca, que vivas para ti y no para mí. Me molesta terriblemente que no sientas la necesidad de hacerme feliz como lo hago yo. Me mata saber que no me necesitas, que esta noche dormirás sin percatarte de mi llanto, ni del hueco que, desahuciada del amor y de mi propio corazón por el carácter inquisidor de tu voz, he guardado y te guardaré siempre.
Llueve. Llueve, y el carácter paliativo que asemeja a la lluvia con la lectura se ha vuelto el peor de todos los corrosivos. El ácido me atraviesa la piel mientras pasan los segundos, esperando a que te des cuenta de que sigo existiendo. Muero por ver tu sombra, aunque sea manteniendo la vista en mí sin hacer ningún amago de venir a buscarme.
¿Sabes qué es lo peor? Que miro tu ventana, y veo la persiana bajada y lloro, porque sé que la piedra que lanzara contra ella para llamarte tendría a tus ojos (y por tu culpa, a los míos) mucho más valor que yo.

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