Me decías.
Y, mientras,
tus labios buscaban mis labios,
mi cuello y mis manos.
tus dedos, mis piernas.
Tú,
a mí.
«Quédate.»
Me pedías.
Respirabas hondo
y me esnifabas.
«Quédate.»
Me gritabas.
«No puedo respirar en esta ciudad,
tu cuello es lo único que camufla
este olor a mierda y a nostalgia.
Seamos animales una vez más.»
Abrías lentamente las piernas
y los labios.
Y, mientras,
entonabas esa canción única
a la que sabías que me rendiría.
Y capitulé.
Y ardimos.
Jamás sentí tanto vértigo
como el día que llegué al filo de tu sonrisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario